Me levanté con ganas de sacudirme
la humedad, el verde y la opresión por no ver cielo abierto. Sabía que me
esperaba de nuevo la camilla suiza, el puente de dos troncos –esta vez lo pasaría yo misma andando, sobre todo
después de que en aquellos cuatro días tanto Alma como Héctor hubieran caído al
arroyo al resbalar en el “puente”-. Ya sabía donde estaban las arenas movedizas
de la playa y habíamos consensuado entre todos que impondríamos los cálculos de
Arquímedes a la sabiduría centenaria de los lugareños, la silla plegada y yo
sentada, con el centro de gravedad lo más ajustado posible. Así es que sin mirar atrás me agarré con
fuerza aquella mañana del brazo de
Daniel y Esteban dispuesta a que el desayuno fuera un mero trámite.
Todo había sido nuevo, pero de
entre lo nuevo sentía como mío el quebrar de una rama de canelo y aspirar el
aroma a…. canela ansiosamente con los ojos cerrados. Dentro. En cada viaje, de
cada inmensidad ignota se me adhieren fragmentos que me encajan, resuenan en mí;
como si la identidad sólida en la que me reconozco existiera también esparcida
en fulgores a lo largo del mundo. Cachitos de familiaridad que me han hecho
sentir que formo parte de un todo…extraño y cercano a la vez.
Aún saboreando el último sorbo de
café, la hamaca suiza extendida ya en el suelo, nos colocamos las botas de agua
con decisión. En el trayecto Esteban cantaba y animaba a los
porteadores –él mismo, Daniel y el suizo-, que se alternaban las posiciones,
delante-detrás de la camilla. Llegados al “puente” dimos el alto rotundo. Daniel
me tendió sus manos y con un “andeor”, en quinta posición los pies, fui avanzando
sobre los troncos resbaladizos torpe pero firmemente y sin miedo alguno. En la
playa del río sorteamos las arenas movedizas, sin titubear. Plegaron la silla y
me senté en la canoa. Tripularían esta vez dos mujeres. Melva era una de ellas.
Todas las preguntas estaban en sus miradas. Y comenzamos el descenso por el
río. Las “capitanas”, Daniel, Esteban y yo. Sólo unos kilómetros nos separaban
de la playa pactada para el desembarco y de ahí a la furgoneta.
El trayecto hasta la playa fue
disfrutón. No llovía y ya conocía los movimientos de la canoa y su equilibrio
milimétrico. Me sentía segura con la nueva disposición y me dejé llevar incluso en los rápidos -aunque reconozco que en algún momento pensé que la silla caía al agua-.
Terminado el trayecto Melva y María nos indicaron por donde debíamos acceder a la cerretera. Nos giramos y no vimos nada. Nos fijamos y vimos un terraplén arcilloso. Melva sacó el machete para abrir camino. Esteban subió...Daniel subió y confimaron que aquello era intransitable para mí y muy dificultoso para ellos. Si emprendíamos la subida por ahí arrastraría a todos hacia abajo. Comenzó a llover. Me senté en una roca de la playita. Comenzó la negociación a la que se unió el suizo, que desde arriba, en la carretera confirmaba que aquello era imposible. - "El río igual o peor. El mejor sitio este. No otro camino."- decián Melva y la ora chica. El suizo empezó a agobiarse. Daniel, Esteban y yo mirábamos hacia todas partes buscando un camino. Al final decidimos ir río abajo con la canoa probando cada una de las posibles salidas. Mientras tanto se escuchaban las risas de los niños de la Comunidad indígena que se lavaban y tiraban al río desde la orilla opuesta. Allí el terraplén tenía menos recorrido. No había camino pero vimos una opción.
La canoa varó en la orilla opuesta. No había playa ni soporte alguno. Directamente desde la canoa debía saltar directamente al terraplén. Yo iba a salir de allí como fuera y con esa necesidad imperiosa posé un píe titubeante en una pendiente imposible y resbaladiza mientras el otro empujaba la canoa en sentido opuesto separándome de la orilla. Me agarré a las hierbas que asomaban para tomar impulso. Y pensé que tal vez de entre aquella maleza saldría la serpiente que durante aquellos cuatro días no se dejó ver y a la que yo temía primero y esperaba después.
Daniel desde arriba y Esteban desde abajo, las chicas en la canoa, el suizo desde arriba de nuevo, y yo, nos convertimos bajo presión en un coro de indicaciones inconexas...que si brazo, que si pierna aquí o allá. Metí un grito. Dí directrices. Me ayudaron y sostuvieron. Mi "psoas" funcionó en rangos desconocidos hasta entonces y los isquiotibiales inútiles sacaron fuerza de donde no han vuelto a hacerlo y las manos de todos sobre mí empujando y yo tirando. Entre todos logramos salir por donde nunca creímos posible hacerlo. El resto no fueron tampoco metros fáciles pero el impulso al unísono era tan fuerte que todo se resolvía en segundos...Sólo queríamos llegar a la carretera y salir de la Selva.
Daniel desde arriba y Esteban desde abajo, las chicas en la canoa, el suizo desde arriba de nuevo, y yo, nos convertimos bajo presión en un coro de indicaciones inconexas...que si brazo, que si pierna aquí o allá. Metí un grito. Dí directrices. Me ayudaron y sostuvieron. Mi "psoas" funcionó en rangos desconocidos hasta entonces y los isquiotibiales inútiles sacaron fuerza de donde no han vuelto a hacerlo y las manos de todos sobre mí empujando y yo tirando. Entre todos logramos salir por donde nunca creímos posible hacerlo. El resto no fueron tampoco metros fáciles pero el impulso al unísono era tan fuerte que todo se resolvía en segundos...Sólo queríamos llegar a la carretera y salir de la Selva.
En el transcurso de la gesta se había corrido la voz por entre la Comunidad Indígena de nuestras andanzas en el río. Desde el puente colgante se aglomeraron niños y mayores para ver como terminaba aquello. Incluso al llegar a la cerretera teníamos a un grupo de fans esperando.
Y así fue como abrimos brecha en un afluente, de un afluente del Amazonas seis personas y una silla de ruedas. Otro equipo. Y mi mas sincero y profundo agradecimiento a Daniel y a Esteban por haber hecho posible que viviera esa experiencia.
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